Eclipse de sol

Los personajes son reales. Existe él, que vendía bolsos. Existe ella, que llevaba un libro de Laurent Gaudé. Se cruzaron en la puerta de la Alianza Francesa. Lo demás es producto de una noche de insomnio. Hace ya tiempo.

La ventana abierta.

Quiso venderme un bolso de Michael Kors la primera vez que nos vimos. Me lo ofreció por cuarenta euros, luego lo abrió para mostrarme los acabados bien rematados de su interior. Era una réplica casi perfecta. El camarero, un hombre de talla pequeña y espalda estirada, llegó apresurado a la mesa con mi taza de café «con leche sin lactosa. Usted: lárguese». Me lo dejaba en veinte, dijo que el día había sido muy malo. El camarero se impacientó. Yo no tenía ese dinero, tampoco me gustaba el bolso, verde y rígido, como una caja de zapatos con asa. Dije no otra vez. Se fue.

Rodeé la plaza de María Pita y bajé por la calle Real. Llevaba en la mano mi carpeta de la Alliance Française y El sol de los scorta, una novela de Laurent Gaudé. Caminaba distraída pensado en las anotaciones que había hecho en el propio ejemplar, que comentaríamos en clase. La Alliance se encontraba en el ecuador de la calle, número veintiséis, en el primer piso de un edificio vecinal, haciendo esquina con una perfumería exquisita. Delante, un local por reabrir y los manteros vendiendo paraguas, más bolsos de Kors y Prada, algunas películas en DVD. Aminoré la marcha para entrar en el portal cuando el joven negro del bolso verde salió de la puerta. Mi mente tardó unos segundos en recordar su imagen. Era el mismo hombre al que había ignorado apenas hacía media hora. De forma instintiva, volví a decirle que no.

Je veux un sourir, ils sont libres— Lo entendí a la perfección.

Una sonrisa. Gratis. Se la ofrecí. Me dirigí a clases escaleras arriba.

Se llama Samu. Mi madre dice que es como la máquina expendedora que hay en el hall de su oficina, encendida las veinticuatro horas del día todo el año. Le puedes pedir de todo, además te da las gracias y no se traga nunca las monedas. La última enfermera que trabajó en casa no tenía tanta paciencia cambiando el pañal de papá. Igual corta los setos del jardín que cuelga una lámpara o arregla un desagüe. Se ha empeñado en pintar de azul el único cielo que mira mi padre desde su cama. Algunas noches cena en casa, me habla en francés a petición de mi madre porque le gusta escucharnos, «es tan bonito ese idioma, te irá bien para mejorar tu pronunciación». Ella no lo entiende cuando me dice que sabía que era demasiado bonita para no ser también amable. Él se ríe, generoso, cuando le cuento que desde niña recojo gatos, perros y pájaros que cayeron del nido. En casa están acostumbrados.

—La gente habla, mamá.

—Siempre lo hacen, cariño. Observan y luego sacan sus conclusiones. Con Samu lo difícil sería no hacerlo. Es negro, tú blanca, es musulmán, tú cristiana, te saca diez años, por lo menos. ¿Sigo?

—No, no hace falta— la detengo— lo que quiero saber es qué piensas tú.

Mamá calla unos segundos mientras lava los brazos de papá con una toalla de mano que ha humedecido en un cubo de agua. Dice que las pruebas más difíciles de la vida las pone siempre el amor. No sabía que mi felicidad llegaría en patera. La abrazo fuerte y beso a papá. Mis amigas nunca llevaban gatos callejeros a sus casas.

—¿Qué sabes hacer?

— Sé nadar.

—Eso está muy bien—le digo—pero casi todo el mundo sabe nadar. Algo más sabrás hacer.

—No lo creas. Los he visto morir, a muchos, engullidos por el agua.

Mi eclipse de sol mide ciento ochenta y cuatro centímetros. Abrió sus ojos en Camerún, hace veintiocho años. En su pueblo las mujeres visten de colores y las puertas de las casas están abiertas. Reciben mucha gente, del país vecino, me cuenta que es un pueblo confín. «Imagínate, desde la casa de mi abuela se divisa la República Centroafricana». Él ha jugado a ser inmigrante y emigrante, desde niño, con su mejor amigo, Joseph. Cruzaban de un país a otro en apenas cinco minutos, en una barcaza descolorida. Eran marinos experimentados porque no era fácil maniobrar la embarcación cuando el barco salía o llegaba a puerto. Las aguas turbias del río disminuían y entonces, él o Joseph, bajo la atenta mirada de los soldados fronterizos, preparaban su estrategia de aproximación y amarre que consistía en saltar al agua y tirar con fuerza de una cuerda de yute hasta orillar el bote. «Los dos éramos hermanos mayores, de muchos hermanos que nos seguían en nuestro camino al cole, no muy lejos del pueblo, detrás de unos matorrales. A mí siempre me gustó la escuela». Su mirada pigmentada de marrón intenso se dulcifica para contarme que, antes de lo de Joseph, quería ser piloto, para sobrevolar África. Me asegura que era un niño feliz, más que feliz los días de feriado, cuando su madre y su abuela cocinaban estofado de cabra.

Le pregunto si las echa de menos. Desde su partida, hace ya casi cuatro años, no ha vuelto a saber de ellas.

—Uno se acostumbra a la ausencia. La incluyes en tu vida cotidiana y acabas domesticando la añoranza. Con el dolor pasa lo mismo. Me lo enseñó Joseph. ¿Tú crees en el destino?— me arranca esa pregunta mientras me acaricia el rostro con mano de chocolate y palma de fresa.

—Yo creo que uno puede ser dueño de su propio destino, si se lo propone. ¿Qué le pasó a Joseph? — me asalta la curiosidad.

—Creo que vosotros los europeos pensáis que el destino se hace porque no habéis nacido en África. Allí ya nacemos con otra estrella.

«Un mosquito. Le picó un mosquito. Murió a la semana. No había medicinas que bajasen su fiebre. Poco después sucedió lo mismo con uno de mis hermanos. Mi madre lloraba, mi abuela, lloraba, mi padre gastó lo poco que teníamos en unas pastillas que resultaron falsas. Ajenos a la pena, a la miseria de mi hogar, cada día eran otros los que cruzaban el río. Nuevos hermanos que huían de la guerra, o del hambre. Cada vez éramos más. Por las noches, el estómago nos castigaba, las moscas nos devoraban los pies. Los hombres que habían llegado hablaban de continuar el viaje. Decían que otros lo habían conseguido. Una mañana el hambre me sacó de mi casa a empujones. Después viajé cuatro años para conocerte, a ti, sonrisa bonita».

 

Pic by Rui Silvestre

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