La sal de la vida

Los libros de Purita Campos  y dibujarme pecas para parecerme a Esther. Las tardes de cine en la calle Alba. Bajar tarde a la parada del autobús y coger un tren para llegar al colegio. Los rizos imposibles de mi amiga Sandra. Eros. No el Dios, el italiano que cantaba Una historia importante, por el que a punto estuve de cambiar de nacionalidad. Montar en bici a toda velocidad y remangarme la falda del pichi, dos vueltas, a la vista mis rodillas. El olor del sol en mi rostro después de un día playero. Los ojos azules como el cielo de mi profesor de inglés. Las pipas con sal y las gomas francesas atadas a un árbol. La puerta entreabierta del pasillo y mi curiosidad escondida por El pájaro espino. Mi carpeta repleta de frases imposibles y el autobús de vuelta, cuando todo era eterno, parecía imposible llegar hasta aquí.

A veces sueño con robarle un día a la vida adulta y tener la conciencia perezosa. Como los protagonistas de La sal de la vida, de Anna Gavalda:

Simone, Garance y Lola, tres hermanos que se han hecho ya mayores, huyen de una boda familiar que promete ser aburridísima para ir a encontrarse en un viejo castillo con Vincent, el hermano pequeño. Olvidándose de maridos y esposas, hijos, divorcios, preocupaciones y tristezas, vivirán un último día de infancia robado a su vida de adultos.

La sal de la vida es un homenaje a los hermanos, compañeros imborrables de nuestra niñez. Una novela con todos los ingredientes que han hecho de Gavalda una de las autoras más leídas y admiradas de la literatura europea: alegría, ternura, nostalgia y humor.

De Gavalda me gusta su optimismo, su frescura. Quizás sea La sal de la vida su libro más sencillo, me pregunto si no fue esa su intención, que pareciera una redacción del colegio: simple, corta, bonita y divertida.

Así es una buena infancia, de esas que te salvan para siempre.

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